domingo, 7 de junio de 2015

Respira.

Mis pulmones se expanden y comprimen lentamente, el aire que entra en mi cuerpo lentamente es frío, seco como el ambiente. Siento cómo recorre mis pulmones y sale por una pequeña comisura de mi boca, suficiente para poder crear una nube y empañar el cristal en el que estoy apoyada. La pequeña columna de aire que sale de mi boca, que normalmente, es imperceptible para mis ojos y, que, ahora, gracias al frío, puedo ver, dura muy pocos segundos, los necesarios para empañar la ventana y desplazarse unos milímetros hasta hacerse invisible y fundirse con el ambiente.
El pequeño espacio de esa gran ventana que se ha empañado con mi respiración, al igual que la nube, permanece durante un tiempo limitado, aunque algo más prolongado, tiempo que utilizo para escribir con mi dedo índice dos signos, símbolos, formas. Pero al igual que todo lo anterior, acaba desapareciendo, aunque, no del todo, porque queda una sutil marca que sólo es visible en ciertos momentos.

Sin darme cuenta, mis párpados van cayendo, lenta y sutilmente hasta cerrarse por completo. Mi respiración se vuelve profunda, pero sigo sintiendo el aire entrando y saliendo de mis pulmones. Los sentidos se agudizan, y empiezo a percibir los sonidos que me rodean: el tintineo de la pequeña campana situada tras la puerta corredera, envejecida por los años y la humedad de los mundos por los que se mueve; ese pequeño sonido, tan dulce y agudo, provoca que mis pensamientos, mis pequeños sueños y recuerdos se desplazan por mi mente como la última hoja que cae de un árbol y viaja, arrastrada por las frías ráfagas de viento, y atrapada por una corriente de aire caliente que anuncia el fin del otoño y la llegada del gélido invierno.
Los pensamientos se vuelven tan profundos y fuertes que comienzo a sentir los suaves y cálidos labios de mi madre en la frente, seguido de aquel cosquilleo en la tripa, parecido al que sientes cuando besas por primera vez a la persona que amas. Ese último beso antes de marchar. Seguidamente empiezo a sentir un dolor agudo, un dolor que recorre todo mi cuerpo dejando un mal-estar general que provoca que mis músculos se empiecen a tensar y agarrotar; recuerdo entonces un momento de mi infancia en el que una pequeña pero muy afilada uña de un gato atravesó, capa por capa, mi piel, llegando hasta la blanda y débil carne de mi dedo índice. Entonces, como en el pasado, una fuerza empieza a apoderarse de mi, llegando hasta mi pecho y pasando por las cuerdas vocales, saliendo, finalmente, con un grito ahogado, lleno de rabia y dolor.

Todo en mi mente se detiene, los pensamientos y recuerdos dejan de viajar y todo se vuelve negro; mi mente queda vacía y despierta, pero mis ojos permanecen cerrados, sin poder abrirse. Mi respiración empieza a ser más rápida; el escaso aire que entra en mis pulmones se hace insuficiente y con cada respiración me pongo más nerviosa. Mi cuerpo permanece inmóvil, los músculos, todavía agarrotados, se contraen, mis párpados siguen cerrados, sin poder levantarse, y los ojos, que hasta entonces podía mover, fijan su posición en un punto inexistente.

Un sólo recuerdo vuelve a mi oscura y vacía mente; en este momento la respiración vuelve a ser la misma que al principio, profunda pero sutil. Unas palabras se empiezan a escribir por toda mi mente, ocupando cualquier espacio en el que antes había imágenes. Esas palabras que un día provocaron la misma reacción en todo mi ser. Unas palabras acompañadas de un gesto, sutil, pero muy significativo y suficiente para provocar, él solo, la parálisis de un cuerpo lleno de vida.
Mis ojos empiezan a llenarse de lágrimas, pero solo una encuentra el camino de salida. Cae. Lentamente se desliza por mi fría piel, dejando a su paso un rastro húmedo, mojado de un líquido transparente y algo salado. Avanza pasado por mis pómulos y cuando llega a las mejillas comienza a dibujar una diminuta curva causada por la inclinación de mi cabeza, aún apoyada en la ventana; curva que termina en mi boca, llenándola de ese líquido salado...

Continuará....
La Rubia Peleona

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